Historias de mosquitos, parte 1

Hace mucho que vivo en Rosario, al punto de considerarme un rosarino más. La ciudad descansa a la vera del gran río y eso le da ciertas particularidades. Es húmeda, calurosa y con mosquitos. La verdad es que mosquitos hubo siempre desde el principio de los tiempos. Se comenta que Rosario no tiene fundador reconocido y eso se debería, según mis últimos estudios, a que el mismo huyó despavorido ante un feroz ataque de mosquitos. Y eso promediando el 1800, así que imagínense desde cuando viene el problema. Claro, los animalitos se fueron adueñando de la situación y hoy son amos y señores de la ciudad. De hecho el nuevo secretario de seguridad contrató a un entrenador de mosquitos para formar un escuadrón de elite para combatir el narcotráfico. Veremos como le va. Dicen que no son fáciles de adiestrar….
Hubo algunas situaciones que merecen especial mención. Hace unos años aparecieron unos mosquitos flacuchos, débiles y pusilánimes que poblaban los techos, tenían patas largas y finas y morían rápidamente y, como eran tantos nunca dejaban de caer. Recuerdo una tórrida tardecita de verano haciendo consultorio con el techo negro de mosquitos, cosa bastante desagradable. Pero ese no era el problema. El tema es que se caían encima del escritorio y de las recetas e historias clínicas, generando una situación muy fea y hasta incómoda si se quiere. Se amontonaban de tal manera que en una consulta dejé de ver a mi paciente que quedó virtualmente sepultado bajo una increíble cantidad de mosquitos.

Como todo en el mundo tiene un límite, mi paciencia también. Cuando salió un paciente pedí que no entrara el próximo, me saqué los mosquitos que me habían quedado en la cabeza y salí al pasillo a pedirle a la secretaria la solución: el frasco de Raid. Imaginaba a los flacuchones aterrados como en la propaganda, la sed de venganza y exterminio me cegaba. Liliana (la secre de toda la vida) tenía el envase en su escritorio, como sabiendo que se lo iba a pedir. Entró en mi consultorio y echó dos pulsaciones miserables que para nada saciaban mi necesidad de muerte mosquital. En la puerta me esperaba un visitador médico que me veía por primera vez. Le digo, esperame un momento. Le arrebato el tarro de Raid a Liliana con los ojos inyectados de sangre y, cual jinete del apocalipsis, empiezo a tirar el mortal elemento hacia el techo, tratando de no dejar ningún lugar libre. El resultado fue inmediato. Los flacuchos murieron o se retiraron. Pasá! le digo al visitador. Me acerco al escritorio que estaba colmado de los zancudos moribundos que me puse a desalojar. El valija empieza a presentarse mientras yo ni lo miraba. Mi atención estaba centrada en el escritorio. En un momento mi avezado oído de neumonólogo me avisó que algo no iba bien. Un estridor asomaba de la garganta de mi interlocutor, la sensación tan conocida de la falta de aire, esa que podemos detectar aunque estemos mirando para cualquier lado o pensando en cualquier cosa. Instintivamente lo miro y lo veo huyendo mientras decía algo asi como: soy cof cof aler cof cof gico cof cof. Salí tras de él, lo llevé a un consultorio no contaminado y lo terminé atendiendo. Broncodilatadores y otras yerbas sirvieron para salir del momento. Recién estaba cayendo en mí, luego de mi momento de furia y me di cuenta de que casi lo mato. Lo senté en la sala de espera, lo deje esperando, lo volví a controlar y cuando mejoró lo mandé a su casa. No sé por qué causa cada vez que me cruza en la calle se sonríe y me dice que un día casi lo mato. Tampoco sé por qué no me visitó nunca más. Adujo cambio de zona, lo cual era raro ya que fue su primera visita. Igual estoy acostumbrado a que desagradecidos hay en todos lados. Al fin de cuentas le salvé la vida…
DB. Febrero 2016

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